Una interviú con Max Linder

Max Linder, foto Amadeo, Barcelona
Max Linder, foto Amadeo, Barcelona

En marcha al hotel Colón

A duras penas he conseguido que el adorable autor de mis días salga de su centro, se acicale y se decida a acompañarme para la interviú que, en representación de El Cine, había de celebrar con el genial artista Mx Linder.

— ¡ Arre, jamelgo ! — musito mirando el reloj y viendo que faltan tres minutos para las doce.

Y el jamelgo, como si oyese aquel musiteo, trota y trota, y el vehículo corre por las empedradas calles con una trepidación que crispa.

¡ Vaya una ocurrencia — la de Max Linder — de señalar para una conferencia la hora clásica y sacramental de la agonía de los pucheros !

Por fin llegamos con puntualidad española: cinco minutos después de la hora señalada.

Por esta vez no ha lugar el tradicional cuarto de hora de cortesía.

Lluvia de curiosos

Entramos en el lujoso salón de lectura del hotel Colón, a través de un compacto grupo de curiosos, en el cual ¡ horror ! se ven afilados lápices y mal ocultas máquinas fotográficas.

¡ Max Linder asediado en su propia casa por el más temible de los ejércitos ! ¡ Pobre Max Linder ! Le compadezco de corazón unos instantes, pero esa compasión no se traduce en arrepentimiento para mí. ¡ Cualquiera renuncia a una causerie con el popularísimo Max !

Allá en el fondo del salón se hallan el director de El Cine, señor Argilés, el corresponsal fotógrafo  de Mundo Gráfico, señor Ballel, dos caballeros gruesos y arrebatados de color, una señora  muy distinguida y bella que fisgonea con la mirada y dos señores más a quienes por lo visto se les da tres higas de esta lluvia de gente que ha convertido a Max en un San Sebastián mártir.

Una espera

Max Linder se halla un tanto delicado de salud; se levanta muy tarde y hay que esperar unos minutos a que termine su toilette.

La espera no es larga, pero es aprovechada para observar el ejército de mirones que moscardonean junto a los grandes ventanales del salón.

Max Linder

Aparece por fin en el salón, descubierto, vestido con suprema elegancia. Es un tipo de perfecto parisién, de maneras distinguidas, que se desenvuelve con gran naturalidad, realmente guapo, de color moreno sonrosado, con toda la frescura de una juventud bien conservada, sin huella de vicios de ningún género, simpático serio, no pagado de la curiosidad de que es objeto.

Después del examen rápido de su persona, abrigo la confianza de que la interviú ha de ser cordialísima. No me equivoco. El saludo es afectuoso; me entero de su salud y comprendo que no exagera. Salió de Paris después de unos días de cama, a causa de una ligera dolencia en la garganta, dolencia que se reprodujo al llegar a Barcelona. Por fortuna está ya mejor t casi del todo restablecido.

Comienza la interviú

— ¿ Me permite usted comenzar un pequeño interrogatorio, M. Linder ? — le digo.

— Con muchísimo gusto, señorita. Lo único que siento ahora es no poder contestarle en español. Realmente yo tenía la obligación de conocerlo algo.

Y hacemos un paréntesis de mutuas disculpas. El, porque no habla el idioma de Cervantes; yo, porque temo acuchillar el de Racine y Molière.

— ¿ Cómo se portan con usted mis compatriotas ?

— ¡ Oh, muy bien ! Yo había estado antes en España, de incógnito. Puedo decirle que lo españoles son francotes, muy expansivos, muy nobles, que ponen su alma entera en la mano cuando la ofrecen.

Yo no quiero perjudicar a Max Linder trayendo a las cuartillas las comparaciones que ha hecho del carácter español con de otros pueblos.

Tan espontáneas son sus manifestaciones que me veo obligada a darle las gracias como española.

— Usted es popularísimo en Barcelona; el anuncio de sus películas es coreado en todos los cines con exclamaciones de satisfacción. Si anunciase usted hora determinada para su salida, pronto vería tras sí una cola de algunos miles de personas.

— No me gusta exhibirme, señorita. Además, el Gobernador civil, señor Portela, me expresó su deseo de que yo evitase en lo posible las ocasiones que dieran lugar a que se aglomerase el público.

Pienso para mi capote que el señor Portela no se ha acreditado de muy fino con Max Linder, pero no exteriorizo mi pensamiento.

— Seguramente su viaje a España tiene alguna finalidad artística que nosotros no podemos penetrar. ¿ Puede decirme algo a este propósito ?

— ¡ Oh, señorita ! Mi viaje no tiene finalidad artística. Quiero rendir tributo de gratitud y conocer de cerca los públicos a quienes distrae mi modesta labor. Y yo estoy muy obligado a los de Barcelona y Madrid.

— Pero algo hay que a usted le ha obligado a comenzar su tournée por España.

— Yo no sé explicarme porqué, pero siento un cariño muy grande hacia esta nación, hermana nuestra en todo lo bueno. De aquí marchare a Madrid, regresaré luego a París, y de allí haré otro viaje a Berlín y a Viena. No es verdad que quiera marcharme a América, como dicen por ahí.

— Sin embargo, ¿ no aprovechará usted la ocasión de este viaje para inspirar algunas creaciones nuevas en las costumbres españolas ?

— Sí, señorita. Quiero conocer el carácter español, y seguramente haré algo inspirado en esas costumbres. Yo quería componer en Barcelona cinco películas, pero dudo mucho que pueda conseguirlo por ahora. Por de pronto ya he pensado seriamente hacer una.

— ¿ Puede decirme el título de esa película ?

— Sí, señorita: Max, torero por amor.

— ¡ Ah ! ¿ Entonces le gustan a usted las corridas de toros ? ¿ Las ha visto alguna vez ?

— Me gustan muchísimo. Las he visto en Francia, y sobre todo en San Sebastián, a donde he ido de incógnito.

Y aquí ya no es posible describir los acentos de entusiasmo con que Max Linder se expresó.

Amicis no tuvo en su España frases tan bellas como las que ha tenido Max Linder a propósito de las corridas de toros.

— No se ofenda por la pregunta, M. Linder. ¿ Usted cree que la España que ahora visitará es la que describieron Dumas y Gauthier ?

Max Linder enrojece un poquillo y se sonríe enseñando la hermosa batería de pequeños y marfilinos dientes.

Medita unos momentos, y por fin contesta.

— Carmen me gusta mucho; pero me gusta más la España como es: un país muy civilizado.

Agradezco la fineza de Max tanto como admiro la dirección y talento de su respuesta, pues yo, lo confieso, le preparaba esa pregunta como una emboscada.

Max artista

— Diga, Max: ¿ tiene usted costumbre de estudiar las expresiones de su semblante ?

— Nunca, señorita.

— Pero indiscutiblemente escribirá usted los argumentos de sus creaciones.

— Tampoco, señorita. No tendría tiempo para ello, pues semanalmente debo hacer para la casa Pathé Frères tres o cuatro películas, algunas de las cuales tienen treinta y hasta cuarenta cuadros.

— Entonces, ¿ cómo se las arregla ?

— Muy sencillamente. Yo concibo el asunto, lo estudio con detenimiento, y como yo dirijo a mis compañeros, que me secundan admirablemente, basta una exposición, y el asunto se desarrolla a medida que lo ejecutamos.

— Entonces usted crea y desarrolla a capricho.

— Así es en efecto.

— Aquí somos muchos los que admiramos que siempre haga usted papeles cómicos en situaciones amorosas y casi siempre de señorito.

— Es que en las situaciones amorosas hay siempre un lado cómico de recursos inagotables.

— ¿ Para ridiculizarlos ?

— No, para estudiarlos.

— Forzosamente a usted le gusta sobre todo el trabajo cómico.

— No, señorita. Yo soy un apasionado del género serio, me gusta con exceso todo lo sentimental, pero no me dejan consagrarme a él. Dos veces lo ha intentado y las dos veces han llovido sobre la casa Pathé demandas en sentido de que no abandone el género cómico.

— ¿ Las demandas han sido de España ?

— No, de casas extranjeras.

— Si no es indiscreta la pregunta, ¿ puede decirme qué género cinematografico le gusta más ?

— El serio. Me atrae el género dramático, en el que encuentro mayor mérito por lo que respecta al trabajo personal de los artistas.

Max Linder íntimo

— ¿ Tiene usted autores trágicos o cómicos de su predilección ? ¿ Le gusta más Sardou que el vaudeville de Montmartre y de la puerta de San Martín ?

Max reflexiona unos momentos; otra vez sube a sus mejillas el oleaje de carmín que revela una vergüenza hondamente sentida, y me contesta.

— Señorita, se ha hablado mucho de mí, presentándome como un hombre entregado a todos los vicios. Pues bién, señorita; ya le he dicho que me gusta lo serio y sentimental. Ahora debo añadir que yo nunca he visitado ni visitaré aquellos teatros adonde concurre la gente del hampa. Precisamente mi carácter es el contraste de mis papeles.

Se detiene unos segundos y, animándose su mirada, sin que yo se lo pregunte, me dice:

— Soy soltero, señorita; me atribuyen historias de amor y de conquistas que no son ciertas. Todo lo que se cuenta de una aventura amorosa mía con una artista española, es falso en el modo más absoluto.  Generalmente no salgo de noche, y en cuanto termino mi trabajo, me acuesto, no sin entregarme a la lectura de mis autores favoritos.

— Yo creía que Mlle. Napierkowska era esposa de usted.

— No, señorita; es la esposa de un gran amigo mío al que amo mucho.

Las mujeres y Max Linder

— ¿ Qué le han parecido las mujeres de Barcelona ?

Al hacerle la pregunta no he querido significarle qué inmenso partido tiene el popular artista entre el elemento femenino, y, por otra parte, ya tenía descontado lo cortés de la respuesta.

— ¿ Las mujeres ? — contesta — muy hermosas, muy elegantes.

— Sí, sí, pero … ¿ cuál es el tipo que a usted le gusta más ?

— A mí, las rubias; si tienen lo ojos azules más todavía. El tipo de belleza femenina que más me agrada es el que se aproxima al de la mujer inglesa.

— ¿ Delgada, eh ?

— Oh, no; delgadas o gruesas, siempre que sean esbeltas.

— ¿ Le ha intervievado alguna vez una mujer ?

— No, señorita; esta es la primera vez en mi vida.

Final de la interviú

— ¿ Qué le ha parecido Barcelona ?

— Barcelona es muy bonita, es una gran ciudad civilizada.

— ¿ Ha visitado usted nuestro Paralelo, en donde es usted tan popular ?

— Max no tiene noticia alguna de la existencia de tal Paralelo, y cuando le digo que tiene bastante semejanza con Montmartre, se anima y decide visitarlo.

— Pero hay que verlo de noche.

— Entonces, quizá no lo vea; ya le he dicho que salgo muy poco de noche.

— ¿ Le han molestado mucho los periodistas ?

Max sonríe de un modo especial, y contesta:

— Hasta ahora ya han venido cuatro.

Yo interpreto como debo la sonrisa, porque coincide con una seguida mirada furtiva dirigida al reloj de su pulsera: ¡ Friolera !

Se necesita toda la corrección de Max Linder para haber permanecido atento, fino y sonriente, durante una hora larguita sentado en el potro de la interrogación.

Unos segundos más, durante los cuales los fotógrafos de El Cine y de Mundo Gráfico sacan fotografías del grupo, y termina la larguísima conferencia.

— ¿ Cuándo volverá usted a Barcelona ?

— El año próximo, señorita; — contesta Max Linder — y prometo traer a Barcelona alguna novedad.

Nos despedimos con un fuerte apretón de manos, le doy las gracias por todo en nombre de El Cine y en el mío propio y nos prometemos amistad.

¿ Mi juicio ? Aunque valga poco, allá va expresado con sinceridad:

Max es un verdadero artista, un hombre culto y un perfecto caballero.

Encarnación Osés

Barcelona y Septiembre de 1912

(El Cine, 28 septiembre 1912)