Una conversación con Carmen Viance

Carmen Viance
Carmen Viance

Podía servir de ejemplo a las chicas atolondradas y novieras. Era la personificación de la formalidad: « ma mujercita que sabe ganarse la vida ». Este es el ideal de las familias mesócratas que ven con inquietud el porvenir de la prole. Todas las mañanas acudía a su oficina, a su puesto de temporera en un negociado de la deuda, después de haber ayudado en las faenas de casa. Por las tardes consumía el tiempo en las labores de costura o daba una vuelta por las calles en compañía de la madre o de las hermanas. Y, los sábados por la noche, iba al cine como recompensa del trabajo de toda la semana. Pero el destino ofrecía poca seguridad y acudió a unas oposiciones de la Presidencia. Total: una temporada frente a los libros leyendo con ahínco, tenazmente; un examen ante graves señores y el título de auxiliar de plantilla, en expectación des destino. Esta era la vida, sin inquietudes, de Carmencita Hernandez.

Pero en su existencia tranquila un día sopló el viento de la ventura: el cine. La empresa Film Española, dirigida por Pepe Buchs, iba a impresionar Mancha que limpia y necesitaba gente. Publicó un anuncio. Y Carmencita se ofreció. Fue hasta las oficinas de la Empresa cinematográfica sin vocación, sin esperanza, por instinto de curiosidad; quizá con menos entusiasmo que cualquiera de las muchas chicas que, en grupo heterogéneo y absurdo, hasta allí llegaron. Cuando la dijeron que servía y la ofrecieron un papel secundario quedó asombrada. Cuando, al poco tiempo de comenzar los trabajos, la señalaron para sustituir a la protagonista, se desconcertó.

« Pero ¿cómo? — se dijo — ¿Sin conocer ni lo más rudimentario del arte del maquillaje? ¿Sin haber trabajado ni siquiera una vez en la función de aficionados?

En efecto. Así nació a la vida cinematográfica la ordenada burócrata.

Timidamente, como quien comete una acción nefanda, asistió a los primeros ensayos. Desde entonces todas las mañanas temprano, de prisa, saltándola el corazón de gozo, acudía, no a la oficina, come de costumbre — donde se hizo pasar por enferma —, sino al estudio de la Film Española, sin que su familia lo sospechase. Y como en un sueño feliz, se vio de pronto encajada en el ambiente alegre de la farándula. Terminada la obra, duro que estampar el nombre en los afiches. ¿Carmen Hernandez? No. Era poco sonoro.

— Busque usted un seudónimo — la aconsejaron.

Entonces — eligiendo entre los muchos nombres que la ofrecieron — exclamó:

— Me llamaré Carmen Viance.

Al cabo de cuatro años de brillante labor, que la coloca en un plano eminente entre las artistas de la cinematografía española, la vida de Carmen Viance tiene el mismo ritmo que el de Carmencita Hernandez.

— Por las mañanas — me dice — voy a la oficina de la Presidencia. Parte de las tardes las invierto en labores de costura. Salgo frequentemente a dar un paseo o a presenciar alguna función cinematográfica. Me acuesto muy temprano; unicamente los sábados trasnocho un poco… Voy al cine con mi familia. En fin, la vida de siempre…

— ¿Y no ha pensado en abandonar el empleo para dedicar toda su actividad a la pantalla? — pregunto.

— Sería demasiado aventurado. Esto de las películas va en España muy despacio. No ofrece ningún porvenir. El ideal es marcharse al extranjero.

— ¿Iría usted fuera?

— Es un deseo vehemente y haré cuanto sea posible por conseguirlo.

— ¿A Norteamérica?

— No. El país que más me interesa en este aspecto es Alemania.

Carmen Viance habla reposadamente y posee esa simpatía que nace de la modestia y el comedimento; no la simpatía estrepitosa y un poco falsa de la profesional del arte escénico. Junto al carácter de la chica moderna, desenvuelto y audaz, quizá resulte el suyo un poco arrière. Tiene la sencillez provinciana unida al aire atrayente de las muchachas madrileñas. El mismo ambiente de su casa aleja la idea vulgar que se tiene del hogar de las artistas.

— ¿Cuánto ganó usted con la primera obra? — le digo.

— Mil pesetas. Fue el pago a mi trabajo en Mancha que limpia; pero un pago casi insospechado. Comencé a representar el papel más importante sin haber hablado nada del sueldo. Un día me llamaron para ofrecerme setecientas cincuenta pesetas si me facilitaban los trajes o mil pesetas si éstos corrían de mi cuenta. Y opté por lo último. Por cierto que , para poder trabajar, después de haber excusado mis primeras faltas a la oficina fingiendo una enfermedad, solicité y obtuve un mes de permiso. La licencia hubo de terminar antes que la película y… entonces fueron mis apuros. El jefe me llamó aparte. Se había enterado de que hacía películas. Y, frunciendo mucho el ceño, exclamó: « Señorita, es preciso decidirse: o le cine o la oficina. » El conflicto que me planteaba era tan grande que, por toda contestación, rompí a llorar desesperadamente. Y aquel hombre severo se conmovió. « Bueno, bueno, cálmese. Venga aquí por las tardes. Todo puede armonizarse — me dijo — ». Y así pude cumplir mi compromiso con la empresa sin perder el destino.

— ¿No filmaba usted poco después La Casa de La Troya?

— Sí; antes de que se representase Mancha que limpia.

— ¿Y le concedieron permiso en la oficina para ir a Galicia?

— No. Pero dejé el empleo. Como ya había ganado las oposiciones a la Presidencia no me interesaba conservarlo.

— ¿Por quién trabajó usted en la obra de Pérez Lugín?

— Por medio de un compañero de oficina, que había visto en el laboratorio de la Film Española mi trabajo, conocí a don David Miranda, delegado de Moriyon, el capitalista. Se había elegido a Cándida Suárez para el papel de Carmiña; pero la figura de ésta no daba en la pantallael tipo imaginado para la protagonista de la novela. Miranda supuso que yo me adaptaría mejor. Lugín dio el visto bueno y firmé un contrato de 5.000 pesetas.

— Después…

— Después hice en La hija del Corregidor el papel de Luisa, y me dieron 3.000 pesetas; luego El Lazarillo de Tormes y Gigantes y Cabezudos, a 3.000 pesetas cada una.

— Entonces la pagaron mejor en La Casa de la Troya

— No, por que el contrato era por dos meses y en las otras, desde La hija del Corregidor, sólo por un mes. Las últimas — Tierra Valenciana, La Loca de la Casa y Las de Méndez — las he cobrado a 4.000 pesetas, non excediendo de un mes el compromiso de trabajo.

— ¿Cuánto tiempo hace que no trabaja usted?

— Desde enero, que hice Las de Méndez. En este mes interpretaré, en una obra aún sin título, de la misma empresa que Tierra Valenciana. Ya he firmado el contrato.

— ¿Estudia usted ante el espejo ademanes y gestos?

— ¡Nunca!

— ¿Se identifica pronto con el personaje que representa?

— Sí; me es fácil conseguirlo.

— ¿Cuál de las funciones que usted ha encarnado se acerca más a su espíritu?

— La Carmiña de La Casa de la Troya y la muchacha de Las de Méndez. Son, por otra parte, los papeles que más me gustan.

— ¿Y el papel de Gigantes y Cabezudos?

— ¡Ah! Si le dijese a usted que me producía miedo, verdaderamente miedo, hacer el tipo… No me suponía capaz de captar el espíritu. En cambio ahora es una de las películas en las que más me gusto.

— ¿Está usted satisfecha de su labor?

— Le diré a usted. Soy demasiado exigente conmigo misma. Yo, de cada película, sacaría seis escenas; le demás no me interesa.

— ¿Qué carácter le gusta usted interpretar preferentemente?

— El de mujer buena. Me sería difícil fingir la maldad.

— ¿Preferiría una esfera social determinada?

— Sí; la de clase elevada.

— ¿Representaría usted con agrado la pasión de los celos, por ejemplo?

— Sí; pero en estos arrebatos me parecen bien las limitaciones. Me gustaría encarnar el papel de una mujer que ama mucho; amor, que fuese correspondido, aunque mi pasión excediera a la del galán.

— ¿Qué escenas considera más acertadas de cuantas ha interpretado?

— El momento de la confesión en La Casa de la Troya; aquel, de Gigantes y Cabezudos, cuando me dan la noticia de la muerte del otro, mientras el tonto dice que es falso. En Las de Méndez, la escena de la mesa, al exclamar que no hay patatas.

— ¿En qué cinta se gusta menos?

— En La hija del Corregidor.

— Y de las muchas películas extranjeras. ¿Cuáles le interesan más?

— Las alemanas. Y, entre todas, Varieté. Lo raro es que, Amame y el mundo es mío, habiendo sido dirigida por el mismo, dista tanto de Varieté. Lo cual indica la importancia que debe concederse al conjunto.

— ¿A qué actor admira usted más?

— A Emil Jannings.

— ¿Y de los americanos?

— Me gusta mucho Lillian Gish.

— ¿Entre los españoles?

— San Germán, en Boy.

— ¿Qué le parece Raquel Meller?

— Me gustó en Violetas Imperiales. En lo demás, no.

— ¿Qué juicio le merecen las películas francesas?

— No me satisfacen.

— ¿Tiene usted en la actualidad muchos ofrecimientos de trabajo?

— Sí; pero, con frecuencia, tengo que rechazar las proposiciones porque escatiman el dinero. Claro que, en seguida, los empresarios encuentran quien acepte.

Esto es, lector amigo, lo más interesante de mi conversación con Carmen Viance.

Luís E. De Aldecoa.
(La Pantalla, 9 diciembre 1927)